viernes, 12 de marzo de 2021

'Heroínas de Crimea'

 por Laura Faba Tejada


Caminaba a través de los pasillos del hospital rodeada por el silencio que la noche ofrecía, interrumpido ocasionalmente por leves quejidos y voces susurrantes en la oscuridad. Era el otoño de 1855, y llevaba ya casi un año en el hospital de Scutari. Llegó a Estambul durante el gélido invierno del año anterior junto a otras treinta y siete enfermeras voluntarias, donde trabajaban sin descanso en aquel cuartel militar que fue reconvertido en un hospital durante la guerra de Crimea. El tiempo que estuvo allí se le hizo interminable y sobrecogedor; cuando se ofreció voluntaria se esperaba encontrar caos, sufrimiento y un arduo trabajo, pero nadie pudo prepararlas para lo que debieron afrontar allí. Estaban rodeadas de dolor, sangre y muerte a diario, presenciando las consecuencias y los horrores de la guerra de primera mano. Pero debía presentar batalla y luchar por sus ideales, como llevaba haciendo durante toda su vida, para demostrar cuan equivocado había estado el mundo respecto a lo que podía o no hacer una mujer como ella. De modo que se volcó en su trabajo, atendiendo a todos los heridos con la mayor profesionalidad posible y procurando no pensar en el hedor a muerte a su alrededor.

Esa noche en particular se disponía a terminar su ruta nocturna, notando como los parpados le pesaban tras un día agotador en el que un abrumador número de soldados heridos ocupó muchas de sus camas, requiriendo de los cuidados de las enfermeras y médicos que trabajaban incansablemente. Estaba a punto de retirarse a la sala que tenía habilitada para dormir junto a sus compañeras, cuando el susurro de una voz quebrada y reseca hizo que cambiara su rumbo, de nuevo hacia los camastros de los enfermos que descansaban e intentaban dormir, muchos con poco éxito debido al punzante dolor. Le costó identificar quien era el dueño de aquella derrotada voz entre toda esa penumbra, pero cuando al fin le localizó, se acercó al camastro correspondiente para escuchar lo que aquel soldado tenía que decir. Al inclinarse para entenderle bien descubrió que se trataba de uno de los mas jóvenes, un muchacho de no más de veinte años, recién llegado esa misma mañana con una herida en el estómago tan infectada que, con toda seguridad, terminaría por quitarle la vida. Era inglés, el idioma no fue un problema para comunicarse.

_Señorita… ¿podría… darme un poco de agua?

Hablaba con un hilo de voz, casi no podía entenderle, pero hizo un esfuerzo pues parecía que pronunciar cada palabra le costaba una energía terrible. Sirvió el vaso con un poco de agua y lo acercó a sus labios resecos con cuidado, pero apenas fue capaz de beber un trago. Su rostro demacrado y amoratado reflejó infinita gratitud.

_ ¿Cómo se encuentra? - preguntó ella con suavidad, queriendo saber si podía hacer algo más por él.

_Casi no siento la herida.

Desearía haberle podido decir que era buena señal y se pondría bien pronto. Pero ambos sabían que aquello no era cierto, por lo que se limitó a aconsejarle que intentara dormir.

_ ¿Puede… quedarse un poco conmigo? - pidió con voz temblorosa y ojos vidriosos, temiendo quedarse solo entre tanto silencio.

_Claro.

_Gracias, señorita… Lo siento, no sé su nombre.

Ella sonrió sutilmente- Me llamo Florence Nightingale.

Ese fue el afortunado nombre que sus padres decidieron ponerle. Como Florencia, la bella ciudad en la que nació. Durante la época en la que le tocó vivir, a comienzos del siglo diecinueve, se esperaba que una joven de clase alta como ella debía limitarse a desempeñar su papel de joven ejemplar y, eventualmente, convertirse en una buena esposa. Pero, como la bella ciudad, Florence encontraba dentro de sí misma rincones donde guardaba una imperiosa sed de conocimiento y cultura. Con solo diecisiete años, en 1837, decidió enfocar sus esfuerzos e inteligencia en lo que pronto descubriría que sería su vocación, la enfermería. Pero la primera piedra que se cruzó en su camino fue su propia familia, que se opuso a que una joven de su posición trabajara sin aparente necesidad. Sin embargo, segura de sí misma y su potencial, continuó su camino sin dejar que las múltiples criticas y burlas que recibió a lo largo de su vida le frenaran. Se formó para ser enfermera, viajó por Europa, conoció hospitales y denunció las nefastas condiciones sanitarias de muchos en los que estuvo; se podría decir que cambió el sistema sanitario moderno. Años después se convirtió en una heroína nacional tras su indispensable labor en la Guerra de Crimea, pasando a la historia como la dama de la lámpara tras sus rutas nocturnas cuidando a los heridos.

_Nightingale…- repitió el soldado- Es bonito.

_Intente descansar.

El joven muchacho cerró los ojos con cansancio, solo quería dormir y que al despertar se hubiera terminado aquella pesadilla. Al igual que Florence, y todo el mundo allí, quienes deseaban el fin de esa guerra más que cualquier otra cosa.

_Tengo mucho miedo.

Notando el temblor y desasosiego en su voz, y queriendo asegurarse de que no se sintiera solo en sus últimos momentos de vida, dejó reposar su mano sobre la del muchacho con suavidad, notando lo frio que estaba.

_No me iré a ninguna parte- susurró, a pesar del nudo que sentía en la boca de su estomago, mientras luchaba por retener las lágrimas.

_Gracias, señorita Nightingale…

Aquel acto de bondad no fue el único al que debió enfrentarse, y esa fría madrugada lloró por el muchacho, sin poder dejar de pensar en lo joven que era. Muchos la consideraban un ángel misericordioso, podía ver como entre las expresiones de sufrimiento de sus pacientes relucía un brillo de agradecimiento en sus miradas. Pero Florence no podía ser considerada simplemente una enfermera compasiva, fue más que eso.

Fue valiente, empática y bondadosa. Fue inteligente, decidida, luchadora, e independiente. Fue enfermera y escritora. Florence Nightingale fue muchas cosas pero, sobre todo, fue una mujer pionera.



En homenaje a todas las enfermeras.


#HistoriasdePioneras, concurso promovido por Zenda e Iberdrola




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