por Laura Faba Tejada
Caminaba a través de los pasillos del hospital rodeada
por el silencio que la noche ofrecía, interrumpido ocasionalmente por leves quejidos
y voces susurrantes en la oscuridad. Era el otoño de 1855, y llevaba ya casi un
año en el hospital de Scutari. Llegó a Estambul durante el gélido invierno del
año anterior junto a otras treinta y siete enfermeras voluntarias, donde
trabajaban sin descanso en aquel cuartel militar que fue reconvertido en un
hospital durante la guerra de Crimea. El tiempo que estuvo allí se le hizo
interminable y sobrecogedor; cuando se ofreció voluntaria se esperaba encontrar
caos, sufrimiento y un arduo trabajo, pero nadie pudo prepararlas para lo que
debieron afrontar allí. Estaban rodeadas de dolor, sangre y muerte a diario,
presenciando las consecuencias y los horrores de la guerra de primera mano.
Pero debía presentar batalla y luchar por sus ideales, como llevaba haciendo
durante toda su vida, para demostrar cuan equivocado había estado el mundo
respecto a lo que podía o no hacer una mujer como ella. De modo que se volcó en
su trabajo, atendiendo a todos los heridos con la mayor profesionalidad posible
y procurando no pensar en el hedor a muerte a su alrededor.
Esa noche en particular se disponía a terminar su ruta
nocturna, notando como los parpados le pesaban tras un día agotador en el que
un abrumador número de soldados heridos ocupó muchas de sus camas, requiriendo
de los cuidados de las enfermeras y médicos que trabajaban incansablemente.
Estaba a punto de retirarse a la sala que tenía habilitada para dormir junto a
sus compañeras, cuando el susurro de una voz quebrada y reseca hizo que
cambiara su rumbo, de nuevo hacia los camastros de los enfermos que descansaban
e intentaban dormir, muchos con poco éxito debido al punzante dolor. Le costó
identificar quien era el dueño de aquella derrotada voz entre toda esa penumbra,
pero cuando al fin le localizó, se acercó al camastro correspondiente para
escuchar lo que aquel soldado tenía que decir. Al inclinarse para entenderle
bien descubrió que se trataba de uno de los mas jóvenes, un muchacho de no más
de veinte años, recién llegado esa misma mañana con una herida en el estómago
tan infectada que, con toda seguridad, terminaría por quitarle la vida. Era
inglés, el idioma no fue un problema para comunicarse.
_Señorita… ¿podría… darme un poco de agua?
Hablaba con un hilo de voz, casi no podía entenderle,
pero hizo un esfuerzo pues parecía que pronunciar cada palabra le costaba una
energía terrible. Sirvió el vaso con un poco de agua y lo acercó a sus labios
resecos con cuidado, pero apenas fue capaz de beber un trago. Su rostro
demacrado y amoratado reflejó infinita gratitud.
_ ¿Cómo se encuentra? - preguntó ella con suavidad,
queriendo saber si podía hacer algo más por él.
_Casi no siento la herida.
Desearía haberle podido decir que era buena señal y se
pondría bien pronto. Pero ambos sabían que aquello no era cierto, por lo que se
limitó a aconsejarle que intentara dormir.
_ ¿Puede… quedarse un poco conmigo? - pidió con voz
temblorosa y ojos vidriosos, temiendo quedarse solo entre tanto silencio.
_Claro.
_Gracias, señorita… Lo siento, no sé su nombre.
Ella sonrió sutilmente- Me llamo Florence Nightingale.
Ese fue el afortunado nombre que sus padres decidieron
ponerle. Como Florencia, la bella ciudad en la que nació. Durante la época en
la que le tocó vivir, a comienzos del siglo diecinueve, se esperaba que una
joven de clase alta como ella debía limitarse a desempeñar su papel de joven
ejemplar y, eventualmente, convertirse en una buena esposa. Pero, como la bella
ciudad, Florence encontraba dentro de sí misma rincones donde guardaba una
imperiosa sed de conocimiento y cultura. Con solo diecisiete años, en 1837, decidió
enfocar sus esfuerzos e inteligencia en lo que pronto descubriría que sería su
vocación, la enfermería. Pero la primera piedra que se cruzó en su camino fue
su propia familia, que se opuso a que una joven de su posición trabajara sin
aparente necesidad. Sin embargo, segura de sí misma y su potencial, continuó su
camino sin dejar que las múltiples criticas y burlas que recibió a lo largo de
su vida le frenaran. Se formó para ser enfermera, viajó por Europa, conoció
hospitales y denunció las nefastas condiciones sanitarias de muchos en los que
estuvo; se podría decir que cambió el sistema sanitario moderno. Años después
se convirtió en una heroína nacional tras su indispensable labor en la Guerra
de Crimea, pasando a la historia como la dama de la lámpara tras sus
rutas nocturnas cuidando a los heridos.
_Nightingale…- repitió el soldado- Es bonito.
_Intente descansar.
El joven muchacho cerró los ojos con cansancio, solo
quería dormir y que al despertar se hubiera terminado aquella pesadilla. Al igual
que Florence, y todo el mundo allí, quienes deseaban el fin de esa guerra más
que cualquier otra cosa.
_Tengo mucho miedo.
Notando el temblor y desasosiego en su voz, y queriendo
asegurarse de que no se sintiera solo en sus últimos momentos de vida, dejó
reposar su mano sobre la del muchacho con suavidad, notando lo frio que estaba.
_No me iré a ninguna parte- susurró, a pesar del nudo que
sentía en la boca de su estomago, mientras luchaba por retener las lágrimas.
_Gracias, señorita Nightingale…
Aquel acto de bondad no fue el único al que debió
enfrentarse, y esa fría madrugada lloró por el muchacho, sin poder dejar de
pensar en lo joven que era. Muchos la consideraban un ángel misericordioso,
podía ver como entre las expresiones de sufrimiento de sus pacientes relucía un
brillo de agradecimiento en sus miradas. Pero Florence no podía ser considerada
simplemente una enfermera compasiva, fue más que eso.
Fue valiente, empática y bondadosa. Fue inteligente, decidida, luchadora, e independiente. Fue enfermera y escritora. Florence Nightingale fue muchas cosas pero, sobre todo, fue una mujer pionera.
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